¡Sirena, cómo turba tu voz engañadora!
¡cómo haces dulce el lloro y agradable el tormento!
fontana cristalina del parque de la aurora,
que nunca has de apagar la viva sed que siento.
Atalanta, que alegras con tus labios risueños
mis neuróticas noches de muchacho enfermizo;
Esfinge, que te yergues frente a mis locos sueños;
Arcángel, que me niegas la entrada al Paraíso...
Por la Nada huye el Tiempo en su carro triunfante
—¿quién podrá detener el curso de lo Eterno?—
¡Abre, divina dueña, la puerta de diamante:
no importa que tu alcázar llame cielo al infierno!
III
Princesa de los ojos floridos y románticos,
que vierten una suave luz purificadora,
por quien deshojo todos los lirios de mis cánticos
y hay en mis negras noches resplandores de aurora.
Sé que tus manos leves no estrecharán las mías,
ni probarán mis labios lo dulce de tu boca;
que por el lago azul de mis melancolías
no pasará tu esquife blanco de reina loca;
y, sin embargo, te amo desesperadamente
y como un ciego voy tras tus amadas huellas;
o elevo mis canciones, ¡como un niño demente
que alza las manos para alcanzar las estrellas!
IV
Toda mi inútil gloria no vale lo que el oro
de tu risa o un rayo de tu mirar profundo.
Mujer, carne de nardos y de estrellas, tesoro
celeste que ilumina la conciencia del mundo.
Tú, que haces florecer jazmines en el lodo
y siendo fuente humana das el divino verso,
tienes por arma el llanto, la risa, el beso, todo
lo fragante y lo puro que tiene el Universo...
Mujer, Diosa o Esfinge, mi corazón quisiera
ser una roja acelfa a tu seno prendida,
¡que tu boca —rosado vampiro— me sorbiera
la nostálgica y pura fragancia de mi vida!